CON LOS OJOS ABIERTOS
POR Lcdo. Oscar Acarón
POR Lcdo. Oscar Acarón
Luego de hacer el apropiado “scouting” de todos los posibles lugares de caza Albert y yo teníamos la última palabra. En la realidad más Albert que yo, pero bueno, la decisión final era nuestra. No había un lugar ni probabilidades que no hubiésemos medido. Todavía, en esa época se podía contar con la Laguna de Guaniquilla, pero el sitio siempre ha sido lugar de un par de pases, y ya, no más tirada. La Laguna de Cuevas nunca puede darse por descontada, y en esos años fueron frecuentes nuestras incursiones con mucho éxito. Como una cuestión casual, como escogiéramos a Cuevas para hacer el “opening”, allí nos iba a acompañar Mayito Quintero, a quien en estos días decididamente le echamos de menos. Pero Cuevas no contaba con los números, por lo tanto estaba fuera del panorama. El Anegao tampoco era el sitio, los muchachos del Sur le habían aplicado la caliente muy temprano y el pato se había retirado a varias áreas del Fuy que presentaban gran dificultad para llegarle. Había que entrar a pie y caminar en el tipo de fango que literalmente succiona a uno con la misma delicadeza con la que un elefante hala de un sorbeto conectado a una batida de vainilla. Por lo tanto, todos los caminos conducían al Refugio de Aves de Boquerón. El Refugio presentaba para nosotros una infinidad de alternativas, mas la ventaja de que era para nosotros un lugar que conocíamos pulgada a pulgada. Con un par de semana de anticipo habíamos avistado una buena cantidad de patos en el área de La Bomba, pero los pichones con chapaletas no le estaban entrando al charco grande, estaban metidos entre los mangles, en unas pocitas no más grandes que una marquesina de una casa. De hecho solo había dos lugares con el suficiente tamaño como para poder tirar, uno orientado con el centro del charco y otro que estaba arrimado hacia la zanja del Catalán. Luego de la consabida aventura para entrar al Refugio de madrugada, de hecho, esa madrugada nos saltó un sábalo dentro del bote y se nos formó un desorden que no esperábamos, nos introducimos dentro del Refugio en compañía de Julito Quiñones, Eduardo Zapata y Robert Sepúlveda. Para Julito y Eduardo el espacio era muy reducido a su estilo de tiro, por lo que prefirieron quedarse afuera, en el charco grande de la Bomba, pero arrimados de espalda hacia donde Albert y yo nos íbamos a parar. Albert se fue al charquito del centro y yo me fui al hueco que quedaba cerca de la zanja del Catalán. A Robert Sepúlveda se le ocurre esta brillante idea de pararse más delante de donde yo estaba, en un callejón que había entre los mangles. A la verdad que el sitio que el escogió era dramáticamente difícil, no tenia espacio para adelantar el pato en la entrada y el tiempo para levantar la escopeta y disparar era ridículamente corto. De hecho, para tener alguna ventaja de mi parte en el agujero en que me había metido a tirar yo usaba una Browning Auto 5 con apenas veinticinco pulgadas de cañón con un PolyChoke abierto dos posiciones mas allá del cilíndrico, lo que me proporcionaba un choke de campana, o el equivalente a un “spreader”. Albert por su parte usaba la Ruger Red Label en veinte, con veintiséis pulgadas de cañón y cartuchos de tres pulgadas con perdigón cobrizado. Unos minutos antes de aproximarse las claras, el pato comenzó a moverse, por lo que decidí llamarlos con el pito, pero en un tono suave, no muy alto. Tan pronto se metieron las claras comenzaron a disparar en la Ele, al sur del Refugio y el pato que estaba cerca de nosotros se desapareció. Las claras ya eran evidentes y el pato no regresaba, por lo que comencé a llamar más agresivamente, cuando de pronto una bandadita de unos cinco se me tiraron encima y le tumbé dos de ellos. En ese momento surgió el caos. A Julito y a Eduardo los patos se les tiraron encima y comenzaron a disparar. Albert por su parte también había tumbado algunos. El pato continúo cooperando y la tirada resulto ser muy activa y productiva. Sin embargo, me había percatado de que Robert había estado muy discreto, no había hecho disparos. En un momento determinado me pasaron dos de atrás hacia adelante, mato uno y le digo: “¡Robert, el otro!” Le pegó perfecto, pato al agua. Luego de varios minutos de tiro, la entrada de patos se enfrió, esperamos otros minutos más y decidimos, antes de ponernos a recoger, desayunarnos algo. En eso Julito atravesó por debajo del mangle alcanzándome donde yo estaba parado. Venía a ofrecerme del café que le había preparado Dona Gloria, el cual definitivamente era elíxir de los dioses. Julito me confirió que a Eduardo y a el les había ido bien y habían recogido varios en el charco grande. Albert había hecho lo suyo y nos estaba diciendo desde donde estaba (a unas cincuenta yardas al norte) que no se le había perdido ninguno. En eso Robert comienza a moverse a buscar el pato que había tumbado y de paso a recoger la pareja que yo había adelantado al de el. Cuando lo oigo que me dice: “Oye Rasco, sabes que, es fácil saber cual pato uno mata de frente y a cual uno mata por detrás” Yo me estoy imaginando que él lo está diciendo porque el pato que yo adelanto al del yo le tiro de atrás hacia adelante, por el rabo, porque ya me había pasado por encima, y al que él le dispara, le disparó de frente, en la cara, porque iba hacia el. Y le digo: “Seguro, el que recibió el tiro de frente debe tener la cara llena de agujeros y el que recibió el tiro por detrás debe tener el fondillo agujereado y las alas partidas hacia el frente” Al menos eso me parecía más que obvio, cuando me contesta: “No, al que tu matas de frente muere con los ojos cerrados y al que le disparas por detrás muere con los ojos brotados, bien pero que bien abiertos” Julito me mira con esta cara de “ ¿Ehh?” y oigo que del otro agujero venia la risa de mi hermano. Yo miro a Julito y le digo: “A la verdad que yo no sé ni para que le digo nada.”
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