Manos firmes
por el Lcdo. Oscar Acarón
por el Lcdo. Oscar Acarón
Nunca en mi juventud me detuve a pensar en que tan grande privilegio el mío de haber conocido a tanta gente de buena casta. Ahora, después de que he tomado la curva del medio, quizás por el hecho de que mi mente ha evolucionado de reactiva a reflexiva, es que vengo a destacar el extraordinario carácter de ese montón de jíbaros buenos entre los que me crié. Desde la escuela de párvulos he estado visitando galleras y tengo que exponer que dentro del deporte de los caballeros yo era un mero pretencioso a hombre caminando entre próceres, piratas y aventureros. Ciertamente, caminaba entre leyendas vivientes, cada uno con una historia que contar; con trasfondo histórico. De entre todas las galleras del planeta, la Gallera el Corozo, transluce ser la jugada más peligrosa de todas. En forma alguna estoy haciendo referencia a la seguridad de los visitantes, hago referencia al juego en sí. Esta era y sigue siendo el Viet Nam de los gallos. Allí se puede llegar con miles en los bolsillos y retirarse con fantasmas en la cartera; así de difícil es. Antes de que me saliera algún bozo sobre el labio superior, ya había conocido los haberes en el juego de Tío Enrique Pabón, Toto Urrutia, Georgie Asencio, Don Juan Ramírez, Tony Vicens, Relin Sosa Ortiz, Chele Padilla, Chago Arroyo, Tato Padilla y otros tantos más que me tomaría cien leguas en papel para poderlos enumerar. El dueño de la gallera lo era Modesto Rodríguez. Un hombre corto, de armadura recia, buen carácter, buen amigo, serio y cabal. Típico hombre de armas. La jugada le prodigaba buenas economías, a mi parecer vivía bien. Un día en especifico, cuando ya se había terminado el pesaje, se aparecen a la puerta un puñado de ratas de alcantarilla, los cuales no son merecedores de que se repitan sus nombres, total, la basura merece el anonimato. A esta fecha resulta académico el investigar si su intención era asaltar o asesinar. Lo que sí se me hace claro es que sus intenciones fueron puestas al descubierto. Alguien pudo escuchar a las sabandijas conspirando y pusieron sobre aviso a Modesto un par de minutos antes de que el ballet de la muerte comenzara. Modesto siempre estaba preparado para cualquier incidencia y era de los que no le tiemblan las manos. Irrumpen a tiros en la gallera los sicarios y Modesto los madruga colocándose detrás de una columna. Al primero lo impacta en pleno, enviándole con boleto de ida derechito al infierno, con habitación en la caldera catorce, esa en la que pasan la cuchilla sobre el excremento cada quince segundos. Al segundo le contaron hasta doscientos y no se le apreciaba mover una uña. Nubladas criaturas etéreas revoloteaban sobre el cadáver y dicen algunos de los presentes que una vez el alma dejó su cuerpo, las ánimas le echaron mano por el cuello y lo sumieron bajo la losa del suelo. Al tercero no le intimidó el olor a sangre en el aire y por el contrario con el diablo reflejado en sus ojos casi le llega a Modesto, quien sin temblarle el cuerpo estiró su brazo y le soltó una .38 Special, al nivel de la caja de los gandules, llevándole de paso el codo del brazo en que traía el arma homicida. Este se desplomó al suelo y para su infortunio la bala le rajó la panza, dejándole las tripas expuestas. En los horrores de su dolor alucinaba y veía animales feroces acechándole, a los que les suplicaba le dieran muerte. La bala le hizo detonar el codo y los médicos se vieron obligados a amputarle el brazo. Lo colocaron en una cama con los intestinos fuera del cuerpo, en una bandeja con una solución salina invadida de antibióticos para evitar una infección que le tronara su infeliz existencia. Este pescuezo de tabla, luego de darle de alta, vivió muchos años más. Cargaba con un semblante vacío, unos ojos mustios y un solo brazo con que limpiarse el trasero. Ante el hecho de que un cuarto hombre se había quedado afuera y la incertidumbre de que hubiese otros mas, Moncho Castillo se le acerca por la retaguardia a Modesto y estirando la mano le entrega una docenita mas de .38s, por si acaso. Moncho se queda vigilándole la espalda a Modesto y en el silencio se oyen zapatazos en la arena del estacionamiento. El cuarto hombre rehusó entrar al combate; iba lastimándose la nuca con los talones. Estuvo tanto tiempo escondido que su piel adquirió el color de la cera en las velas. Tiempo después, recuerdo que la hija mayor de Virín Toro, le preguntó que si era verdad que ese día había corrido. Su respuesta vino en la forma de una sonrisa reprimida con la mirada de quien en algún momento ha sentido en su cara las babas del Ángel de la Muerte. Hace pocos días atrás me enteré de que Modesto había partido a la dimensión paralela. Yo nunca lo vi desarmado, por lo que dudo haya dejado su revólver. Debe estarle protegiendo la diestra al Padre de que alguna ánima siniestra se le acerque. Nunca le temblaron las manos. Ahora en presencia de Papá menos.
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